miércoles, 25 de mayo de 2016

El acostumbrado olvido

El Hospital, ese lugar a donde nadie quiere ir de visita y mucho menos hospedarse breve o permanente. Yo vivo frente a uno y aunque para algunos pueda resultar algo difícil, como a todo uno termina acostumbrándose. Los seres humanos creemos no poder nunca tolerar lo inhabitual olvidando que todo aquello que un día estuvo en la superficie terminará siempre en el fondo. 

Hay noches en las que, tras haber acostado a mis hijas, mi esposa y yo nos quedamos escuchando los gritos de aquellos que han perdido a esas horas a un ser querido. A veces me asomo a la ventana y puedo ver sus siluetas deambulando entre la incredulidad y el dolor. Hace poco platicaron, comieron, discutieron o simplemente cruzaron miradas con aquel que ahora yace sobre una pileta fría. La muerte es la más común de las cosas y sin embargo siempre nos sorprende.

A mi hija Helena del Pilar le asusta, como a todos, la posibilidad de morir. A cada rato me pregunta si los niños que padecen cáncer mueren, a sus seis eso le angustia. A los adultos hay cosas que hace mucho dejaron de angustiarnos, miedos que nos formaron en nuestra infancia ahora guardan polvo en algún punto recóndito de nuestra mente.

Hospital Nacional de Jutiapa. Foto: Mateo Valdez.
Un día, durmiendo en una banqueta dispuesta en el frontispicio del Hospital, Helena y yo vimos a un loco, o así al menos lo llamábamos por costumbre. Tenía una de sus sienes enormemente abultada, semejando su cabeza una pelota de fútbol americano con un extremo ausente. Conforme íbamos aproximándonos a él, comenzó a chillar como un animal herido, acercándose rápidamente hacia nosotros. Entonces mi hija gritó, apretándome la mano, exigiendo alejarse del loco.

Ese hombre durmió varias semanas en la misma banqueta. Sé que una vez las autoridades del Hospital intentaron darle atención médica, pero nunca supe si eso le ayudó. Lo vi varias veces causar una fuerte impresión en las gentes, a veces las correteaba, a veces aullaba asustando a los niños, siempre llevándose las manos a la cabeza, como tratando de apretarse al máximo para sacarse el dolor que le trepanaba el cerebro. Un día no lo vimos más, desapareció.


No solo la muerte es común, también la absoluta soledad ante el sufrimiento. La primera siempre nos sorprende, la otra la olvidamos hace ya mucho tiempo.

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