jueves, 26 de mayo de 2016

Pinta tu aldea

Mi primer día en un colegio capitalino sacudió los cimientos de mi identidad. El maestro preguntó de dónde éramos. Soy jutiapaneco, dije. Indio, escuché detrás mía. Durante mis breves días en ese lugar fui acosado por mi origen. Aunque mis compañeros no tenían idea de dónde estaba Jutiapa ni de su composición étnica ni nada, el hecho de saberme distinto me descolocó. No mentiré: traté de explicarles que en Jutiapa la gente es mestiza – mano, si me vas a joder al menos jodeme bien informado.
Rastreé mi árbol genealógico, determiné mi procedencia mestiza, me asenté en ella, pero no hallé respuesta a qué era ser jutiapaneco. Eso fue hace veinte años
En mi época universitaria, mis amigos bromeaban con que detrás mía pacas de heno se arremolinaban, asumían que yo debía ser vaquero y macho, el estereotipo oriental. Yo, que nunca he usado botas, jamás he montado un caballo, nunca he disparado un arma y el vuelo de una cucaracha me aterra.
Entiendo que muchos se aferren a esas imágenes para entender su mundo, blindándose con una seguridad a prueba de "mariconadas". Pero lo cierto es que los jutiapanecos no somos valientes, ni aguerridos, ni seguros. Somos definitivamente violentos y salvajes, sí, pero no somos unidos ni corajudos ante la adversidad.
Somos un pueblo armado e indefenso al mismo tiempo. Aquí te matan. Mataron a Ashley, una niñita, mataron a Paquito Ramos, a Kiko Garnica, a tanta gente, todos los días, siempre. Y protestamos un rato para luego volver a ser lo que los jutiapanecos somos: una bola de agachados, de violentos ignorantes, de cobardes ante lo que de verdad importa.
Si me hubieron jodido con eso hace veinte años.

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